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VIRGEN EXTRA Y ESTILO DE VIDA

LICIA GRANELLO

Periodista de La Repubblica

El virgen extra es bello, pero sobre todo bueno. Y oloroso, armonioso, persuasivo, embriagante, sabroso, volitivo, encendido, fogoso. Los adjetivos se derrochan: tales y tantos son los tonos, los colores, los aromas del Gran Aceite, que el diccionario casi no es suficiente para definirlos todos. Porque el extravirgen es una criatura simple y compleja, banaly culta: depende de las etiquetas, depende de la calidad.

Nos hemos pasado los años derrotando a todo lo que se consideraba graso, pringoso, redundante. Estaban de moda los llamados aceites ligeros: en los anuncios, los protagonistas saltaban vallas y adelgazaban a simple vista. Se consideraban el “verdone de Apulia” o el rústico toscano como otros muchos legados de la tradición campesina, consentidos para aderezar el pan tostado y poco más. Los más ricos y avisados elegían el ligur, porque era sinónimo de ligereza y respetuoso con la delicadeza de la cocina regional, toda modulada en pescados y verduras.

Afortunadamente, la nutricionística moderna ha barrido de manera definitiva lugares comunes y prejuicios, falsos mensajes y definiciones cómodas. Empezando por las tablas calóricas, que han nivelado los aceites vegetales con mínimos márgenes de diferencia: una cucharada del más firme virgen extra siciliano impresiona como el más transparente de los aceites de semillas… Una vez hecha justicia de las muchas falsedades endosadas al más inculpable y sano de los alimentos, el extravirgen se ha convertido en terreno de investigación y competición siempre más refinado y modulado.

Si hace treinta años, se ensamblaban aceites de orígenes diferentes, con el objetivo declarado de limar asperezas y cubrir olores no finísimos, hoy en la producción de calidad las mezclas son consideradas atajos execrables y la investigación gira alrededor de botellas con etiquetas cada vez más identificables y detalladas, contenedores elegantes de aceites de fragancias elegantes, limpias y netas en el gusto, sin defectos ni dejos desagradables.

La difusión de la cultura del aceite ha hecho milagros: el cuidado del campo, los sistemas de extracción cada vez más respetuosos de la materia prima, la evolución de las recetas han puesto el extravirgen al centro de la cocina de autor.

Todo, naturalmente, a partir de las benditas aceitunas. Finalmente, su carga de antioxidantes y de elementos probióticos, que, traducidas en aceite, hacen sostener su uso desde la primerísima infancia hasta los cien años. Decenas de variedad que marcan de manera soberbia otras muchas tipologías de extravirgen, en pureza o mezcladas, en nombre de esa maravillosa biodiversidad que tan denonadamente nos toca defender contra el mosntruo del gusto homologado. Democráticas, ubiquitarias, pero también extraordinariamente ricas en elementos nutritivos.

Desde luego, grande es aún la confusión bajo el cielo del aceite, sobre todo del cotidiano: los consumidores más ingenuos se dejan engañar por anuncios televisivos pronunciados en dialecto, estableciendo un lazo entre etiqueta y territorio a menudo ficticio, cuando no fraudulento. Pero la normativa cada vez más apremiante y el gran número de informaciones ya a disposición hacen este tipo de trucos cada vez menos remunerativo.

En compensación, poner en la mesa una botella de buen extravergen se ha convertido en señal de atención gastronómica, cuando no un verdadero status symbol. Aún más: aumentan de modo exponencial los restaurantes de altos vuelos – de una parte a otra del mundo – que despiertan el apetito de los comensales haciéndolos hallar en la mesa, en el momento de sentarse, escudillas de virgen extra servido con un abanico de panecillos variadamente aromatizados: cebolla, beicon, tomate, romero.

Otra propuesta de moda es la de la degustación comparada: a esta altura del recorrido formativo gourmand, con saber que un aceite es bueno ya no nos basta . Las catas sirven para descubrir qué va mejor con una rodaja de rodaballo a la sal o con un carpaccio de ternera, para aromatizar una robiola fresca o rellenar el corazón de un pastel de chocolate (¡buenísimo!).

Desde este punto de vista, cocineros y enotecarios (lugares privilegiados de venta para los llamados aceites de élite), pero también los responsables de los supermercados más innovativos están haciendo muchísimo. Enseñan a no fiarse en absoluto del color, lejos del constituir una señal incorruptible de calidad, visto que puede ser “engordado” con el añadido de clorofila. Explican, en cambio, que la recogida verde puede marcar el picor en el fondo de la garganta, mientras que la tardía ablanda el caracter y acompaña mejor a platos elegantes, aunque las últimas tendencias de la oliocultura preven una recogida detenida en el momento del envero, o sea, cuando las aceitunas comienzan a cambiar de color, pasando del verde al pardo-negro para tener el máximo del frutado y el mínimo de acidez.

Verse ofrecer una cucharada o el mítico vasito azul no es tan raro. Y nadie se escandaliza si desde la mesa de al lado se oye el sonido del “sorber” el aceite entre lengua y paladar para advertir mejor el sabor. Porque la capacidad de evaluar las diferentes tipologías de virgen extra está convirtiéndose en una práctica que crea tendencia, exactamente como ha sucedido hace algún año con el vino (y mañana sucederá con el chocolate y los embutidos).

El virgen extra en pasarela es un fenómeno que no se refiere sólo a Italia, sino que continúa a ser la referencia principal para las realidades gastronómicas de los demás países.

El virgen extra se convierte en una llave maestra extraordinaria e indispensable, ya sea crudo o cocinado. No existe frito más ligero, ensalada más gustosa, sopa más fragrante. Porque el punto de humo – cuando las moléculas del aceite empiezan a degradarse, volviéndose tóxicas – es el más alto y permite por ello fritos más sanos, porque el aceite justo exalta el aroma de las hojas verdes y casa con el ácido de los tomates, porque la más gustosa de las pastas y judías blancas sería poca cosa sin un chorro de virgen. Para que luego digan que el aceite es sólo un condimento.